Botas negras (e invasiones de campo)


La temporada aún no había terminado, con las promociones vivas y el Mundial en ciernes, pero estos días, una vez cumplidos los objetivos del Espanyol, mi mayor preocupación futbolística estribaba en resistirme a la dura realidad. Hasta hoy, en que me acabo de caer del guindo: ya no puedo seguir luciendo (¡ja!) unas Copa Mundial. Aparte de que se han subido a la parra con el precio de estas botas clásicas, imprescindibles para los de la Generación X que todavía jugamos (eufemismo de ‘saltamos al campo’, aunque aún sea 11 para 11), la horma de estos finos borceguíes es tan estrecha que repetí torcedura en el mismo pie de apoyo al saltar de cabeza, y hoy el esguince es crónico y la hinchazón ya se chotea de los antiinflamatorios.
No las vi en un paso de cebra, como las medias de Sabina, pero esas botas negras, sencillas y tiernas en palabras de amor de Serrat (igual que las King maradonianas, tanto monta), nos han acompañado idealmente desde que nos calzamos las primeras Cejudo (o Matollo, o Marco, o incluso las Patrick de aquellos pijos de los primeros 80) cuando todavía no nos alcanzaba para Puma o Adidas. Tengo que comprar botas, sí. Me he estado engañando, pero me doy cuenta justo cuando se avista el cambio de botas de mis tres hijos pequeños a los que en dos meses ya no les cabrán las suyas. Cuatro pares (y tengo suerte de que no son refractarios al negro ni adictos al fosforito como casi todos los chavales) que voy a tener que pagar a plazos hipotecando la vuelta al cole. En esas estaba, cuando el Espanyol anunció que los chavales de la cantera perica llevarían botas negras para uniformizar e igualar el gasto de las familias. Gran gesto.
El problema cuando llegas a cierta edad con la ilusión de un chaval no es solo abandonar el ideal del futbolista vintage o sentirse más o menos fashion. Lo realmente duro no es ponerse las multitaco de ortopedia, acorazadas para caerse menos; el drama real, mi trauma, es que estas botas pueden ser las últimas.
P. D.: Si no puedo jugar más, al menos que mis botas negras me valgan para saltar al verde en la próxima gesta de mi equipo. Regúlese, organícese, pero, por favor, no nos quiten ese momento de comunión con los futbolistas. Que los equipos que vivimos del calor de nuestra parroquia, de los socios y de los que van al campo, podamos sentir esa cercanía, en paz y dentro de las normas deportivas, por los siglos de los siglos.
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