Gana Alcaraz, triunfa la magia
Cuando Carlitos llega a ese estado de felicidad, su tenis fluye. Esa frescura es su mejor arma. Su hechizo. La pócima perfecta para doblegar a un rival robótico como Sinner.


Nos gusta ver sonreír a Carlos Alcaraz en la pista. Es garantía de diversión y espectáculo. También de éxito. No me refiero al clásico gesto de euforia cuando saca el puño. No. Eso lo hacen todos. Me refiero a esa sonrisa pícara que detecta la cámara cuando Carlitos hace alguna de sus diabluras, cuando se inventa alguno de esos golpes mágicos que solo se dibujan en su cabeza. Durante la final del US Open vimos varias veces esa sonrisa, como el niño revoltoso que juega en el patio del colegio. El rapado militar y la camiseta sin mangas le aportaba un aire todavía más travieso. Y también canalla.
Cuando Alcaraz llega a ese estado de felicidad, su tenis fluye. Esa frescura es la mejor arma del murciano. Su hechizo. Y la pócima impecable para poder doblegar a un rival como Jannik Sinner. Tan perfecto, tan persistente, tan robótico… La variedad de Alcaraz, muchas veces indescifrable, original e inesperada, desconcierta al juego canónico del pelirrojo. Es verdad que el español sabe hacer las mismas cosas que su rival, pero entrar al intercambio de golpes con el italiano es un suicidio. El KO asegurado. Charly prefiere el camino de la fantasía. Fino estilista en el ring.
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Hay otros factores, claro. La magia no hace magia por sí sola. Alcaraz ha alcanzado el mejor nivel de su carrera en Nueva York por algo más que su inspiración. El español ha llegado a la Gran Manzana en un momento físico extraordinario. Y también mental. Las lagunas tan características de su juego no han aparecido en este Grand Slam. Llegó a la final sin haber cedido ningún set. Y el único que encajó ante Jannik no fue por despiste de Carlitos, sino porque el italiano también juega. Mucho. De sus seis títulos en grandes, quizá este Abierto de Estados Unidos ha sido el que ha cubierto con mayor madurez. Si a eso le unes la sonrisa del niño juguetón. La ecuación es perfecta. Y el resultado ofrece la cifra más bonita del tenis: el número uno.
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